Cuesta decir adiós al verano, casi todo el mundo se deja seducir por el calor del sol, o quizás por sus endorfinas, puede que incluso por la adicción a las endorfinas. Y si de seducción por las adicciones se trata, en eso soy experto. Por eso cuando cae el otoño, si se me permite la metaforización de la llegada del otoño como caída, algo dentro del alma, si se me permite el uso de alma como abstracción de el estado mental que se halla por debajo del umbral de consciencia, me aflige; vamos, que mi sentido racional se adormece con el canto de los gorriones y la caída de las hojas caducas de los árboles, y cierta melancolía me irracionaliza [sí, esta palabra no existe]. Siempre he sido un poco gilipollas, pero hasta cierto punto consciente de las causas que me llevaban a serlo [véase, por ejemplo, el post anterior]. Pero la llegada del otoño y mi consecuente aflicción siempre han sido, en cierto sentido, un enigma. Sobre todo viviendo en mi ciudad, el otoño amedrenta: el viento sopla, pero no arrasa con nada; la lluvia cae, pero a intervalos regulares y en medidas mínimas. En cierto sentido parece que el orden del universo no se lleva a cabo, y, mientras tanto, yo me recrimino de no ponerlo a punto. Quizás algún otoño de estos me vea obligado a matar a alguien, a atemorizar a ancianas por la calle o a cortar las luces del Corte Inglés, que parece que a todo el mundo apasiona. A lo mejor entonces me dejan de preocupar sandeces como el Tratado de Lisboa, la música o incluso el amor. Quizás así llueva en otoño, pero de verdad, que la lluvia me empape la cara y que no pueda fumarme el cigarrillo de las doce porque el agua lo ha dejado infumable. Que el viento no me deje caminar por las mañanas, que las ventanas se sacudan incesantemente y el ruido de los portazos mengüe el valor de hasta el castellano más bizarro. Que las hojas no sean víctimas de una estúpida e insípida caída, y que revoloteen por los barrios, por los parques, que suban hasta a la catedral y bajen, y se peguen en la cara de un ejecutivo, de un banquero o de un catedrático. Que jóvenes y ancianos se refugien en vastos abrigos y capas, y que callen los gorriones, que sólo busquen refugio. Sí, soy adicto al otoño de antaño, y la Castilla de antaño debería estar mordiéndose las uñas.
XI.
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Me perdí.
Llenos de abrazos, la garganta temblando, tú no sientes las manos, yo no
sentía tus manos.
La casa se tambaleaba en el fango, sin alquiler, sin m...
Hace 5 años