jueves, 4 de diciembre de 2008

Roberto Revilla

–¡Eh, tú, despierta!
Un cigarro humeante me hablaba acerca de la profundidad del ser humano y todo lo que concierne a su papel en la historia y el cambio, mientras me miraba a la cara y me decía que me quería, que necesitaba de mí lo que yo de él, me decía que éramos parte de un mismo ser, solo que su extensión abarcaba más de lo que mi comprensión era capaz de apreciar. Entonces yo lo tiraba al suelo y lo pisaba. Acto seguido veía como morían veinte mil años de historia, y abría los ojos y veía una chica mirándome fijamente.
–¿Qué coño haces durmiendo aquí, tío? Esto no es un albergue.
La voz del pequeño cigarrillo todavía reverberaba por los recovecos de mi subconsciente. Entonces abrí los ojos y vi a la chica mirándome ciegamente, junto al Sol, que parecía septiembre. Vestía andrajos escoceses y piel de tigre, y su pelo, crestudo, apuntaba al septentrión. Innumerables trozos de metal atravesaban sus fauces, así como el humo del porro de su amigo. Por la cara que ponía sería día de resaca, y suyo el zaguán donde había pasado la noche. Me recompuse a trompicones, me repuse, me levanté y saludé.
–Tú debes ser Lucía. Lucía Rodríguez–dije–. Yo soy Roberto. Roberto Revilla.